miércoles, 19 de enero de 2011

Acta

Un lunes cualquiera hay que ver salir la luna, ¡que escusa más noble para reunirnos!. Ella, la luna, cumplió religiosamente con la cita, allí estaba antes que todos, salió esplendorosa, casi llena, el pedacito que le faltaba fue a propósito para dejar entrever una sonrisa.
Uno a uno los amigos van llegando al punto pactado, hoy tienen la desagradable sorpresa de un repentino edificio que nació en medio de la nada para intentar ocultar la luna, así, maliciosamente, la mole de cemento conspira contra los amigos para espantarlos de su tradicional sitio de encuentro, ese parquecito solitario frente a la pizzería, donde se sientan a ver la luna y a hablar de lo divino y lo humano, o mejor, solo de lo humano que ya es suficientemente divino.
Pues no, la torre fea de concreto y acero pierde esta vez la partida, sin importar el edificio amigos, amigas y la luna se sientan donde siempre y desde las sonrisas del saludo auguran una buena jornada para ratificar su credo: el momento es ya y la amistad es un bien muy preciado.
La luna hace su parte y hábilmente esquiva a la torre y como en el ajedrez, en un misterioso salto del caballo, deja ver su gélida sonrisa por encima del nuevo rascacielos, el pobre nunca será obstáculo porque ella, legendaria y generosa, podrá ser vista por quien así lo decida con solo alzar la frente.
Los amigos derrochan sus palabras, invitan a los temas de siempre o los nuevos y se inventan la escusa para la próxima.
Inexorable, el tiempo dicta su sentencia y antes de lo esperado la sesión tiene que acabar por agotamiento: se consumió el vino, las viandas, las palabras y sonrisas y es mejor despedirse para invocar otros momentos.
Las sonrisas y los abrazos se nos quedan en el alma, pero a veces hay que escribirlos para cuando se nos estén olvidando